Debe de ser que los economistas del Fondo Monetario Internacional viven en otro planeta, o al menos en otro supermercado. Según sus doctas previsiones, España será la economía que más crezca de la zona euro. Sí, han leído bien: la locomotora del sur, el milagro mediterráneo, el ejemplo de resiliencia. Mientras el ahorro de las familias se evapora, la cesta de la compra pesa más que nunca y la incertidumbre política amenaza con atascar los fondos europeos, el FMI nos aplaude como si fuésemos el alumno aplicado del curso.
A primera vista, la noticia suena a motivo de orgullo. Pero basta rascar un poco para descubrir que ese crecimiento tan prometedor tiene más de efecto óptico que de realidad sólida. Porque una cosa es que el PIB suba unas décimas y otra muy distinta que los ciudadanos sientan en el bolsillo algo parecido a la prosperidad.
El FMI, como casi todos los organismos multilaterales, se guía por el PIB, esa cifra mágica que mide la producción total de bienes y servicios. Pero el PIB no mide la calidad de vida, ni la desigualdad, ni el estado de la nevera. Lo que mide es la actividad económica, aunque sea a costa de endeudarnos hasta las cejas o de gastar lo que no tenemos. Así que mientras los hogares reducen su ahorro, los precios se estabilizan en niveles altos y el empleo se apoya en contratos temporales o en gasto público, el FMI nos dice que todo va bien.
Buena parte de ese supuesto impulso proviene de los fondos europeos Next Generation, esa lluvia de millones que Bruselas aprobó para la reconstrucción tras la pandemia. España fue, con diferencia, una de las más beneficiadas. Pero una cosa es prometer inversiones y otra muy distinta ejecutarlas. La realidad es que los proyectos avanzan con lentitud, los trámites se eternizan y las tensiones políticas amenazan con frenar el flujo de dinero. Aun así, el FMI sigue contando esos fondos como si ya estuvieran transformando el país. Es el optimismo de la hoja de cálculo: todo encaja… mientras no se mire por la ventana.
El otro gran motor del milagro español, según el Fondo, es el turismo. Y es verdad: el turismo ha vuelto con fuerza. Hoteles llenos, playas repletas, aeropuertos a rebosar. Pero conviene recordar que el turismo es, por definición, un sector volátil y estacional. Un verano excelente puede inflar las cifras del PIB, pero no garantiza un crecimiento sostenible ni empleos estables. Además, basar una economía avanzada en servir copas y alquilar apartamentos turísticos no es precisamente el modelo productivo que saca a un país del estancamiento.
Por si fuera poco, el FMI asume una estabilidad política que, a día de hoy, brilla por su ausencia. La previsión se construye como si nada fuera a cambiar, como si los presupuestos se fueran a aprobar sin sobresaltos y las reformas siguieran su curso. Pero cualquiera que haya seguido los titulares de los últimos meses sabe que esa suposición es, siendo amables, optimista. Los equilibrios parlamentarios son frágiles, la incertidumbre institucional pesa y los fondos europeos están sujetos a la credibilidad de quien los gestiona.
Dicho de otro modo: el FMI no dice que España esté bien; dice que está menos mal que Alemania o Francia. Y eso, seamos sinceros, tampoco es para sacar pecho. Alemania sufre su propia crisis industrial, Francia lidia con la deuda y el malestar social, Italia navega en la eterna cuerda floja financiera. En ese contexto, España parece un alumno correcto en una clase llena de suspensos. Pero una buena nota en un examen mediocre no convierte a nadie en genio.
Mientras tanto, los hogares siguen ajustando cuentas. El ahorro cae, la deuda crece y los salarios apenas recuperan poder adquisitivo. Las familias españolas viven con la sensación de que trabajan más para llegar igual, o incluso un poco peor. La macroeconomía sonríe, pero la microeconomía frunce el ceño.
Quizá esa sea la gran paradoja del momento: los informes internacionales pintan un país que crece, mientras la gente percibe que retrocede. Y no se trata de pesimismo cultural ni de autocompasión ibérica, sino de una desconexión evidente entre los números y la realidad. En el papel, España es un caso de éxito. En la calle, la sensación es de incertidumbre, de que el crecimiento beneficia a unos pocos y que el resto sigue haciendo equilibrios para llegar a fin de mes.
Así que cuando el FMI nos proclama campeones del crecimiento, conviene leer la letra pequeña: el campeón juega en una liga donde los demás equipos están lesionados. El aplauso internacional puede sonar bien en los telediarios, pero no llena la nevera. Y si algo ha aprendido el ciudadano medio en los últimos años es que los titulares macroeconómicos no pagan el recibo de la luz.
En resumen: España crece, sí, pero sobre un suelo frágil. Crece porque el turismo ha resucitado, porque Europa aún envía dinero y porque los demás van peor. Pero detrás de las cifras queda un país donde el ahorro se desvanece, la vivienda se encarece y la estabilidad política es una moneda al aire. Si eso es ser la economía más boyante de Europa, habrá que preguntarse cómo estarán las demás.