La dimisión de Carlos Mazón como presidente de la Generalitat Valenciana tras la devastadora DANA de noviembre de 2024 ha sacudido el panorama político valenciano. Muchos han interpretado su salida como la prueba de una gestión fallida; otros, como un gesto de dignidad política poco frecuente. Pero más allá de las lecturas partidistas, conviene detenerse un momento y preguntarse: ¿hasta qué punto puede responsabilizarse a un gobierno —a una persona— de los efectos de un fenómeno meteorológico de semejante magnitud?
Porque lo ocurrido aquel noviembre no fue una simple tormenta. Fue una DANA —una depresión aislada en niveles altos— de intensidad histórica, que descargó en apenas horas una cantidad de lluvia superior a la media de varios meses. Inundaciones súbitas, desbordamientos imprevistos, daños estructurales y un operativo de emergencia desbordado por la velocidad de los acontecimientos. Nadie puede negar el drama ni el dolor. Pero tampoco debería ignorarse que nos enfrentamos a un fenómeno natural de consecuencias prácticamente incontrolables.
La Comunitat Valenciana conoce bien las DANAs; forma parte de su geografía emocional y física. Sin embargo, lo que hemos visto en los últimos años —y lo ocurrido en 2024 lo confirma— es un salto cualitativo en su violencia y frecuencia. El cambio climático está alterando patrones meteorológicos de forma radical, y con ello desafiando los sistemas de prevención y respuesta de las administraciones. Por mucho que se planifique, por mucho que se invierta, hay umbrales de la naturaleza que el ser humano aún no puede contener.
En este contexto, culpar a Mazón de los estragos de la DANA resulta, cuando menos, simplista. La gestión de una emergencia de esa envergadura no depende únicamente de la voluntad política, sino también de factores técnicos, logísticos y, sobre todo, imprevisibles. Es cierto que siempre hay margen para mejorar la coordinación, la comunicación o la planificación; pero sería injusto confundir las limitaciones del sistema con la negligencia de una persona.
Podemos adjudicarle la culpa de una gestión tardía, si como parece, estaba informado en tiempo y forma adecuados, y es evidente que una alerta a tiempo hubiera salvado alguna vida, pero el desastre estaba servido y era imparable, independientemente de donde estuviera y con quién.
La dimisión de Mazón, lejos de ser una admisión de culpa, puede interpretarse como un acto de responsabilidad política. Un gesto que asume el peso simbólico del cargo y reconoce el sufrimiento colectivo, aunque las causas del desastre sean en gran medida ajenas a la acción humana. En tiempos de políticos que se aferran al poder pese a todo, su renuncia parece, incluso, un ejercicio de coherencia institucional.
Quizá lo que necesitamos, más que buscar culpables inmediatos, es repensar cómo afrontamos los nuevos desastres climáticos que nos esperan. La DANA de 2024 no fue la primera, ni será la última. Y si algo nos ha enseñado, es que ningún presidente —ni Mazón ni ningún otro— podrá contener por sí solo la fuerza desatada de un clima cada vez más extremo.


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