Cuando el presidente del Gobierno dice que "acatar no le obliga a callar" -acata pero no acepta- una sentencia del Poder Judicial, no está haciendo filosofía: está marcando territorio. Es la forma fina de decirle al tribunal que “cumplo porque no tengo más remedio, pero estáis equivocados. Yo sé más de leyes y de impartir justicia que vosotros”.
El problema es que un presidente del Gobierno no está para hacer de opinador indignado, sino para garantizar que las instituciones funcionen. Y si quien debe proteger la separación de poderes la cuestiona con medias frases, el mensaje que envía es devastador:
“Las sentencias valen si me gustan; si no, son sospechosas.”
Esto no es solo mala educación institucional; es una erosión calculada. Una estrategia para mantener en tensión a su electorado, para victimizarse cada vez que un juez le recuerda que la ley también va con él.
Y claro, después nos preguntamos por qué cunde la sensación de que aquí cada poder va a lo suyo. Si el propio presidente abre la veda del “acato pero no acepto”, ¿qué impedirá mañana a cualquier ciudadano decir: “pago impuestos pero no los acepto”?
Ese es el verdadero problema: cuando desde arriba se frivoliza con las reglas, todo el edificio democrático acaba tambaleándose.


No hay comentarios:
Publicar un comentario