Hay una evidencia tan simple que casi pasa desapercibida: las mejores cosas de nuestra vida no las hacemos porque una ley nos obligue. Nadie necesita un decreto para querer a sus hijos, cuidar a sus padres, respetar a un amigo o cumplir con un cliente. No hay sanción administrativa por llegar a tiempo a una comida familiar ni multa por escuchar a alguien que lo está pasando mal. Y, sin embargo, ahí estamos. Lo hacemos. Sale solo.
En cambio, para otras conductas parece imprescindible el BOE, el código penal o la amenaza de una sanción. No discriminar, no estafar, no defraudar impuestos, no propagar el odio, no aprovecharse del más débil… Todo eso necesita artículos, reglamentos, inspecciones y castigos. Como si sin la ley, muchos no supieran dónde está el límite.
Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿por qué somos tan coherentes en lo íntimo y tan tramposos en lo colectivo?
Pensemos en una escena muy común. Vamos a comer a un restaurante, pagamos y, al revisar el ticket, nos damos cuenta de que se han olvidado de cobrarnos un plato. No hablamos de una interpretación fiscal compleja ni de una injusticia estructural: es un simple error humano. Y aun así, ¿qué hacemos muchas veces? Miramos a un lado, miramos al otro… y guardamos silencio. “No es culpa mía”, “ya ganan bastante”, “si se han equivocado, mala suerte”. Escabullimos el bulto y salimos tan tranquilos.
Curiosamente, esa misma persona difícilmente se llevaría sin pagar un plato de la mesa de al lado. Sabe perfectamente distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. El problema no es la ignorancia moral, sino la conveniencia.La calidad humana no se reparte por compartimentos estancos. No debería. No tiene sentido ser ejemplar en casa y pícaro fuera, solidario con los amigos y tramposo con el resto, respetuoso en las distancias cortas y deshonesto cuando la relación se diluye. Y, sin embargo, ocurre. A diario.
Nos gusta pensar que cumplir la ley nos convierte automáticamente en buenas personas. Error. La ley solo fija el mínimo, el suelo moral para que la convivencia no se venga abajo. Pero lo verdaderamente valioso empieza mucho antes, en ese terreno donde no hay inspectores, ni cámaras, ni sanciones. Ahí es donde se ve quién es quién.
Cuando alguien necesita que una norma le diga que no debe engañar, odiar o defraudar, el problema no es legal, es ético. Y además es selectivo. Porque esa misma persona suele ser capaz de comportarse con corrección —incluso con generosidad— en otros ámbitos de su vida. Sabe hacerlo. Elige no hacerlo cuando cree que no habrá consecuencias.
Entonces, ¿qué nos lleva a comportarnos de forma tan dispar? Probablemente una mezcla peligrosa de autojustificación (“todo el mundo lo hace”), anonimato (“nadie sale perjudicado”) y una moral flexible que se adapta según convenga. Somos exigentes con los demás y comprensivos con nosotros mismos. Muy humanos, sí, pero no precisamente en el mejor sentido.
La verdadera calidad humana no aparece cuando todo va bien, ni cuando cumplir es fácil. Aparece cuando nadie nos obliga, cuando avisar al camarero, devolver lo que no es nuestro o hacer lo correcto depende solo de nuestros principios. Y esos principios, si son auténticos, no entienden de ámbitos: valen para la familia, para el trabajo, para los impuestos y para el trato al diferente.
Quizá el problema de fondo es que hemos delegado demasiado en las leyes lo que debería nacer de la conciencia. Y luego nos sorprendemos de que hagan falta más normas, más controles y más sanciones. Como si la falta de ética se pudiera compensar con burocracia.
Al final, la pregunta no es si cumplimos la ley, sino quiénes somos cuando nadie nos está mirando. Porque una sociedad no mejora solo con normas más duras, sino con personas más coherentes. Y eso, por desgracia, no se legisla.



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