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viernes, 21 de noviembre de 2025

Cuando la Justicia se Mira el Color de la Camiseta

Hay una cosa que cada vez tengo más clara: uno no es de derechas o de izquierdas porque lo elija en un catálogo, como quien decide si quiere el móvil en rojo o en negro. No. Es la vida la que te va empujando. Con los años, lo que antes veías de un color chillón igual empieza a desteñir, o directamente cambia de tono. Y es normal. Lo raro sería permanecer idénticos a los veinte años, cuando creíamos que lo sabíamos todo y en realidad no sabíamos nada.

Eso sí: siempre habrá quien se aferre a su primera idea con uñas y dientes. Algunos porque se sienten cómodos ahí. Otros porque han convertido su ideología en un escudo contra la realidad. Y también los hay —más de los que confiesan— que se pliegan a lo que diga el líder de su parroquia política, aunque cambie de discurso cada quince días. Pero tampoco eso los convierte en buenos ni malos. Como en todas partes, en cada orilla del espectro político hay gente decente y gente que mejor perderla de vista.

Esto viene a cuento del culebrón más reciente: el caso del Fiscal General. Un episodio más en esta España donde los titulares vuelan más rápido que los datos, y donde cualquiera se siente autorizado a dictar sentencia desde el sofá. Y yo me pregunto: ¿quién, de verdad, sabe si es inocente o culpable? ¿Quién dispone de las pruebas, de los informes, de los matices que no salen en los telediarios? Si al final la mitad repite lo que dice su partido y la otra mitad lo que dice el contrario. Así es imposible formarse un criterio propio.

Por eso, aunque suene ingenuo, no nos queda otra que confiar en la justicia. O mejor dicho: en la justicia que deberíamos tener. Porque una democracia sin una justicia independiente es como un barco sin timón: puede aguantar un rato, pero acaba inevitablemente en las rocas. La justicia debería ser ese árbitro que pita faltas sin mirar el color de la camiseta. Pero últimamente… digamos que hay decisiones que huelen a vestuario.

Y ojo: esto no es nuevo ni exclusivo de este caso. La hemeroteca está llena de decisiones judiciales que algunos celebran cuando benefician a los suyos y rasgan vestiduras cuando perjudican al vecino. Hoy toca un fiscal general; ayer tocó un ministro; mañana será un alcalde o un presidente autonómico. El patrón se repite: primero opinamos, luego juzgamos, y por último preguntamos si había algo que mereciera ser analizado.

Aquí aparece la pregunta que nadie quiere afrontar pero todos repetimos: “¿Quién vigila al vigilante?”

Porque, si asumimos que los ciudadanos estamos expuestos a nuestras propias tendencias, ¿por qué deberíamos creer que los jueces están libres de ellas? ¿Qué pasa cuando un veredicto se contamina de simpatías políticas? ¿Qué mecanismos existen para evitar que la ideología personal de un magistrado pese más que los hechos? Y lo más delicado: ¿quién se atreve a reconocerlo sin que le caiga encima la acusación automática de atacar al sistema?

Europa lleva meses llamando la atención —con guantes de seda, eso sí— sobre la necesidad de reforzar la independencia judicial. Aquí seguimos discutiendo si la justicia está politizada… dependiendo de a quién le afecte la sentencia del día. Y así no se construye una justicia respetada; como mucho se consigue una justicia usada como arma arrojadiza.

Si la justicia quiere conservar la autoridad moral que se le supone, debe también mirarse al espejo. No basta con pedir confianza: hay que ganarla. Y eso implica mecanismos de control, transparencia real, responsabilidad cuando alguien se salta la línea, y valentía para admitir que los jueces también son humanos. Humanos con sesgos, con ideas políticas, con filias y fobias… igual que el resto.

La paradoja es evidente: la ciudadanía evoluciona, cambia, se corrige. La justicia, en cambio, debería permanecer fría, estable, ciega ante colores y banderas. Si la justicia empieza a distinguir entre rojos y azules, derechas e izquierdas, amigos y enemigos… entonces sí, estamos perdidos.

Porque una sociedad puede convivir con gobiernos mediocres, con políticos torpes e incluso con crisis económicas. Pero sin una justicia que no se venda, no se doble y no se deje llevar, no aguanta nada.

Y quizá ahí está la clave: que el ciudadano medio puede cambiar de ideas a lo largo de su vida, pero la justicia no debería cambiar nunca de principios.

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