Porque, seamos justos: gobernar sin contestación es mucho más cómodo. No hay pancartas que esquivar, ni argumentos que rebatir, ni explicaciones que dar. La calle estaba tranquila, demasiado. Y esa tranquilidad, lejos de ser casual, retrata a una ciudadanía que ha decidido asumir el papel que mejor se le da cuando llegan los recibos: agachar la cabeza.
Dicho esto, también corresponde un agradecimiento sincero a los organizadores de las protestas. Ellos sí dieron la cara. Salieron por quienes, a todas luces, no parecen merecer tanto esfuerzo visto el pasotismo generalizado. Defender a los ausentes tiene mérito; poner voz a los silenciosos, aún más. Lástima que el silencio haya sido atronador.
El mensaje que queda es claro y diáfano: ahora toca pagar y callar. Pagar sin preguntar, callar sin rechistar. Pagar mientras se nos explica que es por nuestro bien, que es inevitable, que lo exige Europa, que lo dicta la sostenibilidad, que lo recomienda algún informe técnico imposible de encontrar. Y callar, porque protestar cansa y, total, ¿para qué?
Mientras tanto, el Ayuntamiento hace caja. La tasa sube, los recibos engordan y la pedagogía política se reduce a un encogimiento de hombros colectivo. No hay conflicto cuando no hay oposición; no hay debate cuando nadie lo reclama. La democracia, en versión recogida puerta a puerta.
Quizá algún día nos sorprenda ver largas colas de vecinos frente al Ayuntamiento, recibo en mano, esperando pagar disciplinadamente. Todos en fila, todos obedientes, todos con la boca tapada —no vaya a ser que se escape una queja— mientras por las ventanas del edificio rebosan billetes, como si el silencio también cotizara.
Hasta entonces, queda la certeza de que las decisiones impopulares no siempre necesitan valentía política: a veces basta con una ciudadanía resignada. Y en eso, hoy, hemos cumplido con nota