La Globalización es una realidad de la que no podemos ni debemos abstraernos.
Las facilidades para mover mercancías, capitales y personas por casi todo en mundo, hace que podamos encontrar casi de todo en casi cualquier sitio.
Además, la permisividad de las leyes en este sentido abre las fronteras para que estos movimientos apenas encuentren dificultades para traspasarlas.
Esto nos ha llevado a una enfermiza dependencia de países que, por su mayor eficiencia, tecnología o condiciones laborales, son más competitivos y sus productos son, o mejores, o más económicos, o ambos a la vez, relegando nuestra economía al ostracismo.
En la actualidad España, como todos sabemos, se mantiene gracias al turismo y poco más. Nuestros productos, en la mayoría de los casos, son poco competitivos por lo ineficientes de la mayoría de los procesos de producción, que al mismo tiempo los convierte en caros y, para más inri, el Gobierno pretende reducir las horas de trabajo semanales, lo que va a repercutir en el incremento de los precios. Somos, pues, un país pobre.
Más bien diría que somos un país empobrecido. La deuda púbica, en límites nunca antes alcanzados, sigue en aumento debido a la gran cantidad de sueldos públicos que hay que pagar, sobre todo de políticos y empleados de administraciones muchas veces innecesarias. Y no contentos, la corrupción que les lleva a llenarse los bolsillos aún más con dinero de las arcas públicas.
También las ayudas sociales se llevan muchísimo dinero, pero estas son derechos adquiridos por los españoles que en su vida laboral han dejado una gran parte de su salario en cotizaciones para estos menesteres.
Si bien es cierto que algunos países nunca llegaron a
abrirse totalmente, también lo es que en la actualidad existe una corriente que
pretende volver a limitar estos movimientos para incentivar el consumo de
productos autóctonos, estableciendo aranceles a la entrada de mercancías.
Del mismo modo, también se está poniendo cerco a los movimientos migratorios indiscriminados, mediante el cierre y control de fronteras y la emisión de visados para la entrada en los países, que además de autorizar la entrada, también establece la duración del permiso de estancia.
Caso aparte lo constituyen las peticiones de asilo para protegen a personas que, habiendo llegado a un territorio por el medio que sea, temen por su seguridad si regresan a su país, y solicitan amparo.
Estos casos deberían ser minoritarios, pero vista la bonanza de los países receptores o el vacío legal para su deportación, se está convirtiendo en el modo de acceso más habitual.
Es humanamente exigible ayudar a quién lo necesita, pero nadie está obligado a hacerlo por encima de sus posibilidades. Este tema resulta muy complicado tratarlo sin aparentar xenofobia, o racismo, si los extranjeros tienen distinto color de piel, pero no se trata de eso.
Sería precioso que las personas que llegaran a un país, lo hicieran por su propia voluntad, en un medio de trasporte seguro y estandarizado, buscaran su desarrollo personal mediante un trabajo adecuadamente remunerado y se integraran en la sociedad, y en caso de no poder lograrlo, no tuvieran ningún problema en cambiar de lugar o volver a su tierra originaria, dependiendo siempre de lo que por sí mismos pudieran conseguir honradamente, sin depender de una ayudas que en la mayoría de los casos, y siguiendo los mismo criterios que los nativos de lugar, no se han ganado.
Las guerras, las hambrunas, las epidemias, los desastres naturales, siempre han provocado desplazamientos masivos de población, que los países receptores han tenido que acoger con mayor o menor aceptación popular, y siempre con la intención de que, resuelto el problema que los originó, regresaran a sus lugares de origen, toda vez que en ocasiones, y una vez consolidada la nueva realidad de vida en el país de acogida, este se convierta en su segunda patria y se quedaran a vivir en ella.
En la actualidad, existen migraciones que, más que huir de situaciones de peligro, simplemente buscan mejorar las condiciones de vida a costa del país de acogida, así, los actuales flujos de población que llegan a nuestro patria, lo hacen por la puerta trasera, a escondidas, como los ladrones, sin pasar controles de fronteras ni aduanas, fieles a sus costumbres y tradiciones, a las que en ningún momento pretenden renunciar, incluso nos exigen, no solo respeto, sino adhesión. En su mayoría, no se esfuerzan en trabajar y buscan vivir de una caridad que consideran un derecho, que incluso reclaman con una violencia inusitada en nuestra sociedad, y que a pesar de ello, nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad tienen las manos atadas para reprimir.
Son situaciones que, por más que el Gobierno pretenda normalizar, resultan difíciles de aceptar por la ciudadanía desde el momento que observan como gran parte de sus impuestos se esfuman en mantener a estas personas, que vinieron porque quisieron, sin que nadie les llamara y a los que nadie les prometió nada y que nos empobrecen aún más.
Es la política migratoria actual la que ejerce esa fuerza de atracción, legalizando situaciones anómalas y asignándoles unas ayudas a cambio de nada.
Lo malo es lo que estoy narrando, pero lo peor es que, llegado el momento que observemos que esto resulta inasumible y queramos revertirlo, habrá tantísimas personas dependientes de estas ayudas, que incendiarán las calles, las manifestaciones se volverán tan violentas que no habrá policía suficiente para sofocarlas, y dadas las características de estas personas, mucho más violentas que nosotros, no tendremos más remedio que claudicar y seguir manteniendo su nivel de bienestar.
No pasará mucho tiempo hasta que entren legalmente en nuestras instituciones y después en el Gobierno.
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